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Nos encontramos en la Plaza de las Provincias, cerca de la fuente. Cuando llegué, estaban Marina, Maddi, Pablo, José Luis y José Manuel. Candi y Azucena llegaron un poco después.Candi se unió a nosotros con dos bolsas que contenían madalenas, croissants y leche caliente con chocolate, conocido como “colacao”. Esperábamos que el grupo estuviera completo y fuimos a la Plaza Mayor. Era una noche fría que se sentía aún más en medio de la plaza.

Nos dirigimos al punto de encuentro y no pasó mucho tiempo antes de que la gente se acercara a nosotros. Entonces Marina, Maddi y yo repartimos magdalenas mientras los otros servían tazas de leche con chocolate.

La mayoría de la gente ya sabía que la organización se encontraba allí y que traía algunos bienes. No todas las personas que se dirigían a ese punto de encuentro dormían en la calle: algunas vivían en casas compartidas que tenían pocas condiciones, otras en refugios; pero muchas en la calle. Los otros voluntarios fueron dando indicaciones sobre algunas de las personas que ya eran conocidas, por ir allí con más frecuencia. Recuerdo que el primer señor que se acercó era ya de cierta edad y tenía ropa abrigada, aunque bastante sediento por lo que teníamos para ofrecer.

Noté especialmente a una señora que vino a buscar leche con chocolate caliente para ella y su hija – debía tener aproximadamente 5 años. José inició inmediatamente una conversación con ella para tratar de entender en qué situación se encontraba. Recuerdo que ella dijo que tenía pan en la mochila y que, por eso, no quería las magdalenas, sólo el colacao. Dijo, también, que no dormía en la calle. Su vivienda fue mencionada de forma bastante evasiva. La niña tenía un abrigo rosa y el pelo recogido en la parte superior de la cabeza con una banda elástica. Cuando la señora se alejó, José señaló que la niña era extremadamente delgada.

Luego, entre tantos otros, apareció Arturo. Era la primera vez que aparecía en ese punto de encuentro y aceptó tanto las magdalenas como la leche caliente. Uno de los voluntarios comenzó a hablar con él, para tratar de entender cuál es su situación. Este enfoque era recurrente: entablar un diálogo para que las personas compartieran con nosotros lo que más necesitaban y lo que había sucedido en sus vidas para que se encontraran allí. Todos, o casi todos, eran simples y reservados en las palabras que compartían, como quien ya ha contado su historia demasiadas veces, a otros y, sobre todo, a ellos mismos.

Arturo era peruano y llevaba ya siete meses en Madrid. Había venido solo, no tenía familia cerca y no conocía a nadie. Llevaba siete meses viviendo en Madrid y siete meses durmiendo en la calle. Dijo que era muy difícil encontrar trabajo y que los alquileres en la ciudad eran muy altos, fuera de sus posibilidades. Imagino el momento en que entendió que no tenía medios para dormir bajo un techo y que fue forzado a salir a las calles. Me estremece la idea de su primera noche en la que el miedo a ser robado o expulsado debería ser tan grande como el miedo a no resistir los fríos vientos de Madrid. Me pregunto qué comió (si lo comió) y qué lo hizo venir de Perú.

Los voluntarios intentaron averiguar qué tipo de habilidades poseía, para poder elaborar un currículo y así ayudarle a encontrar empleo. Había trabajado en las obras y no mencionó ningún tipo de especialización que pudiera enriquecer su currículo. Estructurar uno sería lo primero en hacer.

Paralelamente, Azucena conversaba con una mujer que había aceptado leche y magdalenas. Cuando se dirigió al grupo, subrayó que ella pedía mantas para combatir el frío que acababa de llegar a Madrid. Esto era un pedido repetido por muchos y ésta no pedía sólo para sí misma, sino también para los demás, como portavoz de una comunidad que hablaba poco. Azucena señaló, además, que la mujer tenía un discurso poco fluido e incoherente. Incluso sugirió que podría tener algún problema de salud mental. No pude evitar pensar que un profesional en este campo sería una ventaja en un grupo como el nuestro, pero las lesiones físicas son más impactantes y aparentemente más urgentes que las psicológicas.

Las madalenas terminaron. Los croissants, también. ofrecíamos, ahora, “apenas” leche con chocolate por no tener medios para suministrar más. Recuerdo instintivamente pensar en ofrecerme a comprar más en el supermercado. Pero no funciona así. Porque puedo comprar hoy y no conseguir mañana o la semana que viene, y la ayuda que esta organización proporciona debe ser equitativa y no variar dependiendo del entusiasmo de un nuevo voluntario. La gente de hoy no es la misma de mañana y, quizás, la de mañana necesita un poco más que la de hoy.

Proseguimos la salida, ya sin comida, de botella de leche en puño para quien lo necesitara. Nunca pensé que la expresión de alguien pudiera cambiar tanto al sentir el calor de un colacao. Caminábamos ya decididos a dar una vuelta más a la Plaza Mayor y, después, seguir para la Ópera, cuando Maddi y yo nos dirigimos a una señora que se encontraba bajo los arcos de la plaza, sentada en una maleta que debía contener todo lo que poseía en este mundo, temblando de pies a cabeza. Cuando la abordamos, fue incapaz de mirarnos, asentiendo con un “sí” inseguro cuando le preguntamos si quería colacao. Miró sólo cuando las manos envolvieron el vaso y sintieron, en medio de tanto frío, el calor de la leche que ya no estaba tan caliente. Era asiática y muy flaca; agradeció.

Seguimos el camino decidido a dar una vuelta más a la plaza, antes de ir a Ópera. No se acercó mucha gente, sin embargo, detrás de nosotros, seguía un joven que tenía bastantes bolsas de plástico en la mano. No nos dijo nada, pero terminamos preguntándole y aceptó la leche. Ahora, ya casi llegamos al túnel que nos llevaría a Ópera, vi un grupo de personas en el suelo, rodeado de cajas, escuchando música a través de una columna. José me dijo que la señora rubia que se encontraba entre los demás solía llevar música y que allí hacían una pequeña convivencia. Cuando volví a verla, gesticulaba fuertemente con una expresión de casi llanto, en la dirección de uno de los hombres que se encontraba a su alrededor.

Bajamos el túnel y los voluntarios que seguían adelante ofrecieron ayuda a un chico que estaba sentado en el suelo. Hablaron un poco con él y se dieron cuenta de que también tenía problemas para encontrar trabajo. Así que la leche también se terminó y no fuimos a ópera.

Sin más que ofrecer, nos reunimos en medio de la Plaza Mayor para examinar lo que habíamos absorbido durante la salida, una especie de reunión informativa. Entonces hablamos de Arturo, de la señora que había hablado con Azucena y de la necesidad general de mantas. Cuando se planteó este tema, el principal tema de debate no fue cómo conseguir las mantas, sino qué estrategia utilizar para distribuirlas.

Resulta que dar mantas es mucho más que recoger algunas y distribuirlas. Hay que averiguar quiénes son las personas que se encuentran más necesitadas y que utilizarán las mismas para calentarse y no para vender o cambiar por otro tipo de bienes. Esta cuestión es crucial y, de hecho, complicada. Los voluntarios más experimentados nos han explicado que no podemos ceder mantas delante de todas las personas, en el punto de encuentro habitual. Esto porque no sólo sería difícil distinguir allí a los más necesitados, sino que, además, podría suceder distribuir todas las mantas y, a la vista de ello, aquellos que no consiguieran ninguna podrían robarselas a otras durante la noche, a aquellos que aparecieron primero y que, por eso, consiguieron una – iniciando así desórdenes que podrían ser evitados. Corresponde a quien intenta ayudar pensar en este tipo de detalles que, a primera vista, no son tan evidentes.

En este encuentro final hemos acordado una sesión informativa antes del inicio de la salida de la próxima semana, con el propósito de dar a conocer a los nuevos voluntarios los valores de nuestra organización. Así que nos despedimos.

José me acompañó hasta Tirso de Molina y me explicó detalladamente el trabajo de la organización y en qué consistiría mi proyecto. También se ha referido a la necesidad de reformular Drive que contiene información sobre las personas que ayudamos, para que el apoyo pueda ser más específico.

Cuando me dejó, me quedé reflexionando e hice una revisión mental de la salida. Recordé a otras dos personas que me llamaron más la atención: un joven que parecía conocer a los voluntarios desde hacía tiempo y que habló animadamente durante el período en que estuvimos en el lugar de encuentro habitual, así como un señor de edad avanzada que rehusó el colacao porque tenía dónde ir a cenar, y la leche le caía mal antes de comer. Cuando le preguntamos si quería llevarse la botella que ya sólo tenía una porción de leche, para que pudiera beberla después de la comida, aceptó. Sin embargo, lo hizo de forma reticente por no tener dónde guardarla. José jugó con él, indicando que tenía hasta dos mochilas y que en una de ellas había de encontrar espacio. Él respondió que una estaba totalmente llena y que en la otra no se atrevía a ponerla, por miedo a que la botella se derramara y dañara lo que había guardado dentro. Se la llevó en la mano, envuelta en un periódico. Por cierto, no estaría caliente cuando terminara la cena.

06/11/2019

Author Acción Humanitatis

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