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¿Cuántas veces habremos oído esta palabra y cuántas veces habremos llevado a cabo actos abanderados por ella? ¿Pero somos conscientes de lo que significa y de lo que debe implicar o simplemente hemos aprendido que para ser considerado buena persona es necesario ser solidario y nos quedamos en el simple enunciado, en la superficie de un concepto que en sí mismo encarna el cambio social real?

Etimológicamente la palabra solidaridad proviene del adjetivo latino solidus que significa sólido, consistente y del verbo latino solido que significa dar solidez, asegurar, endurecer. De modo que debemos entender la solidaridad como un apoyo sólido, fuerte, resistente a una situación o realidad ajena a nosotros mismos, como un proceso en el tiempo, comprometido y constante que facilite la consecución de ciertos objetivos fijados de antemano.

Una vez aclarado el concepto, me asalta la siguiente duda, ¿está el individuo actual, individualista y neoliberal capacitado para darse de un modo tan profundo a quienes lo necesitan sin reparar en si los conoce o no, si viven cerca o lejos, si su historia se asemeja en algo a sus experiencias o si proviene de un entorno sociocultural completamente lejano e ignoto? ¿Estamos dispuestos a renunciar al modo en que hemos aprendido a vivir amamantados por un capitalismo voraz? ¿A deshacernos de las posesiones y comodidades individuales en pos de una mejora de la calidad de vida global?

Está demostrado que el ser humano nace con la capacidad de empatizar es decir, de acercarse y hacer suyos los sentimientos de otra persona, de ponerse en su lugar, esta es una característica intrínseca a la especie humana gracias a la cual somos capaces de realizar actos altruistas. La capacidad empática es el motor de la solidaridad y tiene mayor impacto emocional cuando vemos aquello que nos remueve la conciencia social, cuando somos observadores directos de la desigualdad, de la injusticia o de la situación problemática y cuando nos sentimos cerca de las personas afectadas, bien porque las conozcamos o bien porque nos sintamos identificados con ellas, pero no todas las personas empatizan con la misma intensidad y del mismo modo, aquí entran en juego factores culturales, sociales, personales, educacionales y experienciales.

Una sociedad en la que prima la competitividad y el éxito individual por encima del trabajo cooperativo y el bienestar de la comunidad no favorece al desarrollo de la capacidad empática entre la ciudadanía, pero si a esta tendencia individualista le sumamos la exposición masiva a noticias e imágenes impactantes dirigidas a golpear directamente a la sensibilidad de quien las recibe entonces podemos aventurarnos a afirmar que la capacidad empática tiende a desgastarse a medida que el individuo crece y se desarrolla, hecho que alimentará la tendencia a reducir dicha capacidad en las generaciones venideras. A pesar de toparnos con una realidad algo desalentadora en lo que a la colaboración comunitaria se refiere es indudablemente cierto que ante las crisis humanitarias la respuesta de la ciudadanía aumenta de manera muy llamativa y se aprecia una actitud solidaria por encima de lo que suele ser la norma, pero una vez que la crisis humanitaria se palia o deja de ser noticia las acciones solidarias vuelven a su estado de letargo hasta la siguiente catástrofe. No es mi pretensión quitar mérito o importancia a estos gestos altruistas puntuales, puesto que considero que son necesarios, pero me gustaría remarcar que este tipo de acciones son efímeras y no van dirigidas a paliar las desigualdades sociales si no a hacerlas algo más llevaderas.

Me gustaría poder afirmar con total seguridad que estas muestras de empatía son el resultado de una reflexión personal que va más allá del hecho traumático puntual que requiere de nuestra aportación, que lo que nos motiva para arrimar el hombro es que hemos comprendido la injusticia que conlleva el hecho de que a pesar de ser iguales, no todas las personas tenemos las mismas oportunidades, que por motivos de azar hay quienes nacen en un lugar del mundo donde tendrán muchas más oportunidades de crecer de manera saludable, de tener sus necesidades básicas cubiertas y de tener, en definitiva, una vida satisfactoria. Me gustaría poder afirmar que la toma de conciencia de esta realidad nos lleva a querer luchar por hacer del mundo un lugar mejor.

No consigo encontrar la valentía para realizar esa afirmación cuando lo que observo es que estas muestras de compañerismo y de sacrificio se quedan en la superficie del problema y que a nivel individual no hay interés en acabar con la desigualdad ya que esto supondría tener que renunciar a muchas de las comodidades y caprichos que asumimos como necesidades de las que no podemos prescindir. Para poder atajar la desigualdad es necesario incidir en la estructura que la sostiene y alimenta y es ahí donde, a nivel de ciudadanía, se hace imprescindible la solidaridad, la solidaridad de compromiso, aquella que asumen las personas que se  comprometen a sacrificar parte de su calidad de vida y de su tiempo para modificar, con su trabajo y esfuerzo permanente, aquellas realidades y situaciones que dejan a parte de la población al margen  de los derechos fundamentales. Aún falta mucho camino por hacer, la caridad está muy presente en nuestras vidas, hemos aprendido a redimir la culpa que nos hace sentir sabernos parte de la sociedad favorecida a través de gestos y actos caritativos, nos sentimos cómodos quedándonos en la antesala de la solidaridad comprometida y nos da vértigo implicarnos con el cambio real, ya que cuando te implicas ya no hay marcha atrás, cuando miras a los ojos a la desigualdad ya no puedes girar la cara e ignorarla y es en ese momento donde la empatía no encuentra barreras ni excusas para poner en marcha los engranajes de la solidaridad. 

Julia Gutierrez

Author Jessica Beirao

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